Cuando llegué a este mundo, venía con las ganas de todo extranjero nacido y moldado en el 'tercer mundo' al alcanzar a Europa, pero no la fantasía adolescente del latte de Starbucks - yo, al fin y al cabo, era una intelectualóide como todos los estudiantes de posgrado izquierdistas de la área de humanas, insistiendo en que todo es meta, metalingüístico, metafísico, metaarte: Yo creía, cuando tenía 18 años que, cumplidos los 25, estaría en un café ochocientista europeo, leyendo a
Fleurs du Mal (en el original) y mirando hacia la calle empañada de los vapores urbanos entre la nieve.
Empezaba tímidamente el invierno en Madrid y yo miraba con la extrañeza excitante de la primera mirada a las ventanas barrocas del Café Barbieri, de paso a la Argumosa, porque en el principio de todo, cañas y tapas para mi eran sinónimos de nuevas amistades, y el hecho mismo de hacer nuevas amistades ya me era nuevo. Con no más que un mes de llevar encima la entonces inoficiosa residencia por estudios, me vi en el Barbieri, tomándome un café de pena, ahogada con el humo del tabaco ajeno y con Baudelaire sólo de paseo en mi bolso; el ruido de tanta gente en tantos idiomas apenas me dejó leer la carta.
Por muchos meses, por casi dos años, no volví a estar allí, una u otra vez cuando me invitaba algún amigo, siempre de paso, en la barra, pero desde hace ocho meses el Barbieri se convirtió en mi vecino, estuvo luciente e impoluto en la esquina de mi calle, riéndose de mi, humoso y políglota, mirándome a través de mi reflejo en sus ventanas barrocas. De tanto burlarse de mi provincianismo, cerró por unos días y volvió a vida el Nuevo Café Barbieri. "Si no cambias tu, me cambio yo, que soy más fuerte".
Ahora me voy. Me molesta Madrid - es increíble como no es casual la belleza de un lugar, como todo que te parece hisurto y constante se despliega de la lógica formal en un cerrar y abrir de ojos, o mejor dicho, en el nanosegundo en que emerge inadvertida la pérdida de la paz, del sentirse en un cuesta abajo y que tu escape está en moverte, y tienes que hacerlo, de inmediato, dramáticamente, con urgencia y sin mirar hacia atrás.
Entonces me destronó el timbre que sentí fondo y que sonaba 'ya está', y mis ojos lloraban incertidumbre. Es hora de partir y me tocaba despedirme de mi elefante blanco, de la metáfora colosal de todo a lo que no me atreví. Entré, nuevas mesas, sillones, una vieja jukebox, mucha gente leyendo, muchos idiomas, el mismo aire de tabacaría... aunque ahora todo me parecía pertinente y además me pertenecía. El Nuevo Café Barbieri era mi caluroso vecino, abierto a los necios, a los tutores, las parejas recién descubiertas y a mi.
Me pedí un capuccino temblado, cogí mi ipod y saqué del bolso a Leminski. Le dije bajito: "mira, esa es Europa, pero que no hace justicia a su antecesora". Me reí y volvía a decirle: "En portugués, todo es más bonito". Me sentí alegre, expectante sin anticipaciones, como si al fin las tragedias necesarias tomaran su lugar en la coexistencia con los gozos en mi. El entremente demandando poesía... me dijo Leminski de vuelta:
"Esta língua não é minha,
qualquer um percebe.
Quando o sentido caminha,
a palavra permanece.
Quem sabe mal digo mentiras,
vai ver que só minto verdades.
Assim me falo, eu, mínima,
quem sabe, eu sinto, mal sabe.
Esta não é minha língua.
A língua que eu falo trava
uma canção longínqua,
a voz, além, nem palavra.
O dialeto que se usa
à margem esquerda da frase,
eis a fala que me luza,
eu, meio, eu dentro, eu, quase."